Los sucesos traumáticos desbordan, con frecuencia, la capacidad de respuesta de una persona, que se siente sobrepasada para hacer frente a las situaciones que le ha tocado vivir. La biografía de una persona está salpicada de sucesos positivos y de acontecimientos negativos, de alegrías y de tristezas, de esperanzas cumplidas y de expectativas frustradas. En este sentido, llama la atención la gran capacidad de adaptación y el espíritu de superación de los que dispone el ser humano. Sólo a partir de ellos se puede entender que personas que han tenido que habérselas con una vida llena de obstáculos y dificultades disfruten de una vida productiva y rica en logros personales y sociales.
Las estrategias de afrontamiento pueden volverse malsanas o fallidas; y las expectativas, derrotistas. La puede sentirse indefensa, perder la esperanza en el futuro y encontrarse paralizada para emprender nuevas iniciativas y, en definitiva, para gobernar con éxito su propia vida.
Pero un trauma también se puede superar. Hay personas que consiguen sobreponerse al terrible impacto de la muerte inesperada de un ser querido, de un atentado terrorista, de una agresión sexual o de la pérdida violenta de un hijo y descubren de nuevo, sin olvidar lo ocurrido, la alegría de vivir.
Cualquier trauma afecta profundamente a la confianza de la persona en sí misma y en los demás. Los síntomas derivan de la vivencia súbita de indefensión y de pérdida de control, del temor por la propia vida. Las víctimas tienden a no compartir con otras personas estos dolorosos recuerdos, sino que los sufren solas, temiendo haberse convertido en seres anormales o extraños.
Este embotamiento afectivo dificulta las manifestaciones de ternura, lo que supone un obstáculo en las relaciones de intimidad. El bloqueo emocional es un caparazón, a modo de membrana para protegerse de los recuerdos traumáticos. Por paradójico que pueda parecer, los síntomas experimentados por la víctima suponen un intento (eso sí, fallido) de adaptarse a la nueva situación. En concreto, la evitación y el embotamiento emocional intentan prevenir futuros daños que le podrían ocurrir a la persona afectada si se implicase de nuevo en una vida activa y recuperase la confianza en las personas.
Por muy terrible que haya sido la experiencia vivida, siempre cabe la posibilidad de cerrar, total o parcialmente, la herida sufrida.
No se trata de olvidar lo inolvidable (tarea, por lo demás, imposible), sino de no sentirse atrapado como en una jaula por los recuerdos del pasado. Lo que se pretende es recuperar la capacidad de hacer frente a las necesidades del presente y de mirar al futuro con esperanza.
En definitiva, ser capaz de atender a los requerimientos de la vida cotidiana, prestar atención a los estímulos exteriores, disfrutar de lo que se tiene a mano en las circunstancias actuales y hacer planes para el futuro, aunque sólo sea para los días o meses inmediatos, denotan un camino claro de recuperación.
Los sucesos más traumáticos dejan frecuentemente secuelas imborrables, moldean la visión del mundo, limitan la capacidad de entusiasmo y hacen a las personas más vulnerables a las depresiones, a las enfermedades del corazón, a las infecciones y a las úlceras de estómago. Siempre hay un antes y un después de un suceso traumático. Pero no es menos cierto que sólo una minoría de las personas que se exponen diariamente a las pruebas más penosas de la vida claudican o enferman. Después de todo, la esperanza y el espíritu de superación forman parte del instinto de conservación y de supervivencia del ser humano (Rojas Marcos, 2002)
Por último, hay víctimas de situaciones traumáticas que, por mostrar un aprecio más profundo del valor de la vida o por quedarse con una sensibilidad más acentuada, han recuperado e incluso aumentado su fortaleza moral y han encontrado beneficios inesperados a su sufrimiento, no por masoquismo, sino por la aceptación de que la tragedia es parte inevitable de la vida.
Recuperarse significa ser capaz de haber integrado la experiencia en la vida cotidiana y de haber transformado las vivencias pasadas en recuerdos, sin que éstos sobrepasen la capacidad de control de la persona ni interfieran negativamente en su vida futura. Y recuperarse significa, sobre todo, volver a tener la conciencia de que se ocupa de nuevo el asiento del conductor de la vida.
Zara Sánchez.
Psicóloga y Formadora en Positiva Psicología.